Para
nadie en un misterio que una de las grandes pasiones de
Ernest Hemingway era la pesca deportiva. Varios de sus
libros abordan historias de pesca en distintos
ambientes, así como en distintas modalidades de relatos,
con distintos personajes y distintos niveles de
profundidad. "El Río De Los Dos Corazones" es un
cuento publicado en 1925 el que tiene un protagonista
único, Nick Adams, personaje autobiográfico recurrente
en la obra de Hemingway.
Este
cuento tiene profundas raíces en la vida de Hemingway,
ya que surge de un viaje que el autor hiciera en
septiembre de 1919, tras su regreso a Estados Unidos
luego de haber participado en la primera guerra mundial
como voluntario en la Cruz Roja. En esta excursión de pesca y campamento de una semana,
el escritor junto con otros dos
amigos de la secundaria recorre un río en el interior de Seney en la
península superior de Míchigan. Esta viaje que
se convirtió en la inspiración para escribir "El Río De
Dos Corazones", un cuento que nos recuerda mucho a la
historia de los hermanos Maclean en "A River Runs
Through It" , y que claramente recoge el espíritu más
inocente e infranqueable de lo que implica la pesca
deportiva, y/o pesca recreativa en una versión más
evolucionada.
Hemingway fue un apasionado de la pesca de truchas, así
como cualquier de los pescadores de nuestra época, por
eso compartimos este relato para que lo puedan disfrutar
letra por letra, y comprobar que pasiones de esta
naturaleza son a temporales, y nos tocan y trastocan a
todas las personas por igual.
Capítulo - I
El tren
se perdió de vista tras una de las colinas. Nick se
sentó en la mochila con la lona y ropa de cama que el
encargado del vagón de equipajes había lanzado por la
portezuela. No encontró ni una casa. Nada. Nada más que
los rieles y la comarca arrasada por el fuego. No habían
quedado rastros de las trece cantinas que ocupaban la
única calle de Seney. Sólo se veían los cimientos del ex
hotel, con la piedra desmenuzada en parte por el
incendio. Incluso la superficie estaba devastada.
Paseó sus ojos por la ladera, buscando las dispersas
casas del pueblo que ya no existía, y al comprobarlo
bajó por los rieles hasta el puente que cruzaba el río.
Permaneció absorto en la contemplación del agua límpida
coloreada por los guijarros del fondo. Observó los
remolinos formados junto a los pilotes de madera y las
truchas que se mantenían firmes en la corriente agitando
las aletas. Cambiaban de posición con bruscos
movimientos angulares, para volver en seguida a su
inmovilidad anterior. Se quedó mirándolas largo rato.
Las numerosas truchas que soportaban la presión de la
corriente aparecían algo deformadas a través de la
superficie convexa y cristalina recorrida por las suaves
ondulaciones que provocaba la resistencia de los pilotes
del puente. Al principio no las distinguió porque
estaban en el fondo, pero luego pudo divisarlas sobre
los guijarros, en la variable niebla de piedras y arena
que los vaivenes de la corriente arrojaban en chorros.
¡Por fin lograba ver truchas después de mucho tiempo!
Hacía bastante calor. Un martín pescador voló muy cerca
del agua. Mientras su imagen se proyectaba sobre la
superficie, una trucha enorme saltó describiendo un
amplio ángulo y al acercarse a la superficie perdió la
sombra que había revelado su movimiento. Los rayos del
sol la hicieron bajar otra vez; su imagen pareció
sobrenadar por encima del agua sin ofrecer ninguna
resistencia hasta que llegó a su refugio, bajo el
puente, y se detuvo firmemente, aguantando los embates
de la corriente.
Frente al panorama de las truchas que se debatían, los
bancos de arena y los grandes cantos rodados que
ocupaban el río hasta la profun-didad abismal del pie
del peñasco. Nick experimentó de nuevo la vieja
sensación de bienestar.
Regresó donde había dejado la mochila, en un montón de
ceniza, junto a los rieles. Estaba contento. Apretó el
bulto con las correas y se lo echó al hombro, pasando
los brazos por las cintas delanteras. Agachó la cabeza
todo lo que pudo para aliviar el esfuerzo de los
hombros, pero no logró disminuir el peso. Era demasiado.
Tomó por el camino que corría paralelo a las vías del
ferrocarril, llevando la caja de cañas de pescar en una
mano. Se inclinó hacia delante para que el peso de la
mochila descansara en la parte superior de su espalda y
se alejó del pueblo incendiado. Hacía mucho calor. Dobló
por una colina rodeada de dos alturas también devastadas
y llegó al camino que conducía al campo, notando más
intensamente el calor que le provocaba la presión de la
pesada mochila. El camino ascendía rectamente. Resultaba
muy difícil ir cuesta arriba. Le dolían los músculos.
Era un día caluroso, pero Nick estaba muy contento. Y
era que por aquel camino se alejaba de la necesidad de
pensar, de la de escribir y de otras. Todo quedó atrás.
Las cosas habían cambiado mucho desde que el encargado
del vagón de equipajes arrojó el fardo de Nick por la
portezuela. Seney era muy distinto, pero quizá se
hubiera salvado algo del incendio. Así lo esperaba.
Siguió caminando bajo un sol que le hacía sudar
extraordinariamente hasta que cruzó el grupo de colinas
que separaban el ferrocarril de las llanuras de pinos.
El camino continuaba ascendiendo, aunque con algunos
baches. Al llegar a la cima de la colina dejaba de ser
paralelo con la ladera devastada. Nick se apoyó en un
poste para quitarse la mochila. Frente a él, hasta donde
llegaba su vista, se extendía la llanura de pinos. La
comarca incendiada concluía a la izquierda, en el grupo
de cerros. Más allá se encontraban islotes de pinos
oscuros y, en lontananza, el río. Nick recorrió su
extensión con la mirada, recibiendo los destellos que el
sol provocaba al reflejarse en el agua.
Sólo había pinos y más pinos hasta los terrenos altos
del lago Superior, con sus colinas azules apenas
visibles. Si fijaba la vista en ellas, desaparecían,
pero permanecían allí si las miraba sólo a medias.
Se sentó junto al poste carbonizado y fumó un
cigarrillo. La mochila descansaba sobre la cepa, y le
colgaban las correas. Su espalda había hecho un hoyo en
el bulto. Mientras fumaba y estiraba un poco las
piernas, atisbo la comarca. No tenía necesidad de sacar
el mapa, pues se orientaba suficientemente por la
posición del río.
Observó que un saltamontes se había posado en su media
de lana. El insecto era negro. Muchos de ellos habían
surgido de la polvareda mientras él recorría el camino,
y todos eran negros. No había encontrado ninguno de esos
grandes saltamontes con alas de color amarillo y negro,
o rojo y negro, que zumbaban con sus vainas oscuras al
volar. Aquellos eran salta-montes comunes, pero todos de
color negro fuliginoso. A Nick le llamaron la atención,
aunque no pensó realmente en ellos. Al observar el
insecto que mordía la lana de la media con su boca de
cuatro antenas, pensó que eran negros por el hecho de
vivir en la región incendiada. También calculó que el
incendio debió producirse el año anterior y que los
saltamontes ya eran negros. ¿Por cuánto tiempo seguirían
así? .
Alargando la mano con mucho cuidado agarró al insecto
por las alas. Lo volvió para mirarle el abdomen
articulado, mientras sus patas se agitaban en el aire.
Sí, también era negro, irisado en el tórax y con la
cabeza cubierta de polvo.
—Vamos, bicho. —Por primera vez Nick habló en voz alta—.
A irse de aquí.
Soltó el insecto en el aire y contempló su vuelo. El
saltamontes se detuvo en un tronco carbonizado, al otro
lado del camino.
Nick se levantó y pasó los brazos por las correas,
apoyándose con la espalda en la mochila que descansaba
sobre el tronco. Después de mirar el río lejano a través
del campo, bajó la ladera y se alejó del camino. Era
fácil ir cuesta abajo. La comarca devastada terminaba a
doscientas yardas de allí. Después crecían helechos
miricáceos hasta la altura de los tobillos. Era una
extensa y ondulada región con grupos de pinos,
frecuentes subidas y bajadas y suelo arenoso, en donde
comenzaba de nuevo la vida esplendorosa del bosque.
Nick se orientaba por el sol. Sabía cuándo tenía que
tomar rumbo al río. Mientras tanto continuó caminando
por la llanura, interrumpida a veces por pequeñas
cuestas o una grande y tupida isla de pinos a la derecha
o la izquierda. Arrancó varios vástagos del matoso
helecho y los puso bajo las correas de la mochila para
que despidieran su agradable aroma al ser apretados.
Estaba cansado y sentía mucho el calor en aquella región
escabrosa y sin sombra. Podía ir al río en cualquier
momento, con sólo doblar a la izquierda. La distancia no
llegaba a ser de una milla, pero siguió marchando hacia
el Norte, ya que quería ganar todo el terreno posible en
la caminata de esa jornada.
Al atravesar el territorio elevado divisó una de las
grandes islas de pinos. Se le ocurrió bajar y luego, al
acercarse a lo alto del puente, dio media vuelta y fue
hacia los árboles.
No había maleza en el islote de pinos. Los troncos eran
rectos o estaban inclinados en una sola dirección, con
las ramas muy altas. Algunas se entrelazaban formando
una compacta sombra en el suelo. Un espacio abierto
rodeaba el bosque. Al mirar, Nick notó que el piso era
blando y estaba lleno de pinochas hasta más allá de la
extensión de las ramas. Como los árboles habían crecido
tanto y las ramas estaban tan altas, el sol quedó dueño
del espacio que en otra época había cubierto de sombra.
Los helechos empezaban justamente al borde de la selva.
Después de quitarse la mochila, Nick se acostó a la
sombra, contemplando los altos pinos. Se estiró bien,
apoyando nuca y espalda en la tierra que parecía tan
blanda. Observó el cielo por entre las ramas y cerró los
ojos. Luego los abrió para mirar de nuevo. Arriba, el
viento agitaba las ramas. Volvió a cerrarlos y se
durmió.
Cuando se despertó estaba yerto y entumecido. Faltaba
poco para que el sol se ocultase.
Al levantar la mochila le pareció más pesada que antes,
y las correas le hacían daño en los hombros. Se agachó
para recoger la caja de cuero de las cañas de pescar y,
por último, se dirigió al río por el terreno pantanoso
cubierto de helechos. Sabía que se encontraba a menos de
una milla de él.
El río estaba más allá del prado que se extendía desde
la ladera llena de tocones. Se alegró mucho de verlo y
siguió caminando río arriba. El rocío que había sucedido
rápidamente al día caluroso, le empapó los pantalones.
La corriente se deslizaba veloz, en medio de un profundo
silencio. Cuando llegó al final de la pradera, antes de
ascender a un paraje elevado para acampar, Nick
contempló el río una vez más. Las truchas saltaban con
inquietud, buscando los insectos que provenían de los
panta-nos de la otra orilla de la que se marchaban al
ponerse el sol. Los peces salían del agua para
apoderarse de su presa. Hicieron eso durante todo el
recorrido de Nick a lo largo de la costa. Pensó que los
insectos debían estar en la superficie, pues las truchas
cazaban y comían sin cesar por todas partes, formando
pequeños círculos en el agua, igual que si empezara a
llover.
El terreno se elevaba, cubierto de árboles y de arena,
hasta dominar la pradera, el río y el pantano.
Después de soltar la mochila y la caja de las cañas,
Nick empezó a buscar un espacio llano. Tenía mucha
hambre y quería montar el campamento antes de comer.
Finalmente encontró un sitio idóneo entre dos pinos.
Sacó el hacha de la mochila y cortó dos raíces que
sobresalían. Así niveló un trecho bastante amplio como
para dormir. Alisó con la mano el suelo arenoso y
arrancó de raíz todos los arbustos. El agradable aroma
del helecho impregnó sus manos. Alisó el terreno hasta
dejarlo bien nivelado, ya que no quería estar incómodo
al acostarse.
Después tendió sus tres mantas, una doblada a modo de
colchón, y las otras encima.
Con la ayuda del hacha cortó un trozo de madera de pino
y de él sacó las estacas para la tienda. Era preciso que
fuesen largas y fuertes. La mochila, al pie de un árbol,
sin la tienda dentro, parecía mucho más pequeña. Nick
ató la cuerda en uno de los pinos y la estiró hasta atar
el extremo opuesto en otro tronco. La tienda parecía una
manta de lona colgada de la tendera. Hundió en el suelo
la estaca que había preparado bajo el pico trasero de la
lona y luego concluyó la tienda clavando los bordes.
Clavó las estacas con toda su fuerza, golpeándolas con
el revés del hacha hasta enterrar las presillas de la
soga. La lona quedó tirante como la piel de un tambor.
En la entrada colocó una tela de algodón para cerrar el
paso a los mosquitos. Después se deslizó bajo el
mosquitero llevando varias cosas de la mochila a la
cabecera de la cama. La luz pasaba a través de la lona
oscura de olor agradable. Se advertía en el interior
algo misterioso y doméstico. Como nada le había
disgustado en todo el día, Nick se sintió feliz. Aquello
era diferente, ya que tuvo que trabajar y quedó muy
cansado. Había levantado su campamento y se instaló en
él. Nada le molestaría. Era un sitio propio para
acampar. Estaba en su hogar —construido por sus propias
manos— y tenía hambre.
Salió arrastrándose, buscó la bolsa de papel llena de
clavos y sacó uno largo del fondo. Lo clavó en el pino,
golpeándolo suavemente con el revés del hacha y colgó la
mochila con todas sus provisiones. Allí estarían más
seguras que en el suelo.
Un apetito que nunca había sentido le incitaba sin
cesar. Abrió y vació en la sartén una lata de cerdo y
habas, y otra de macarrones.
—Tengo derecho a estos manjares, ya que los llevo —dijo,
y como su voz le parecía extraña en la oscuridad del
bosque, no volvió a hablar.
Inició la fogata con varios trozos de pino que había
sacado de un tocón, puso la parrilla de alambre sobre el
fuego, clavando las cuatro patas con su bota, y por
último la sartén. Cada vez tenía más hambre. Revolvió
las habas y los macarrones hasta mezclarlos, mientras se
calentaban. Pronto empezaron a hervir con pequeñas
burbujas que subían con dificultad a la superficie. El
aroma era delicioso. Sacó también una botella de salsa
de tomate y cortó cuatro rebanadas de pan. Las burbujas
se producían con más frecuencia. Nick se sentó junto al
fuego y levantó la sartén, volcando en el plato de
hojalata más o menos la mitad del contenido, que se
desparramó con lentitud. Estaba muy caliente. Puso un
poco de salsa de tomate, sabiendo que las habas y los
macarrones estaban todavía demasiado calientes. Miró el
fuego; después, la tienda, y pensó que no valía la pena
echarlo a perder todo quemándose la lengua con las
prisas. Había pasado muchos años sin saborear las
bananas fritas por no haberse podido acostumbrar a
esperar a que se enfriaran. Tenía la lengua muy
sensible.
Estaba hambriento. Vio la niebla que se levantaba del
otro lado del río, en el pantano casi oscuro. Volvió a
mirar la tienda. Bueno. Por fin tomó una cucharada
llena.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Gracias! —dijo con alegría.
Lo acabó todo sin acordarse siquiera del pan. Repitió y
al terminar fregó el plato con el pan hasta dejarlo
brillante. La última vez que había comido fue en el
restaurante de la estación de Saint Ignace. Una taza de
café y un sándwich de jamón fueron todo el menú en
aquella ocasión. La experiencia le había salido muy
bien. En el trayecto sintió mucho apetito, pero supo
contenerse. Podía haber acampado antes. Había muchos
lugares propicios a lo largo del río. Pero este le
gustaba más.
Avivó el fuego con dos grandes astillas de pino. Como se
había olvidado de coger agua para el café, sacó de la
mochila un balde plegadizo de lona y fue hasta el río,
bajando por la colina y atravesando el prado. La otra
orilla estaba cubierta por una niebla blanca. Al
arrodillarse, sintió la humedad y el frío de la hierba.
El balde se hinchó cuando lo introdujo en el agua para
lavarlo. La corriente parecía de hielo. Por último, lo
llenó y regresó al campamento, notando que el frío
disminuía al alejarse del río.
Clavó otro clavo grande y colgó el balde con agua.
Después de llenar la cafetera hasta la mitad la puso a
calentar, agregando unos cuantos trozos de leña en el
fuego. Una vez había discutido con Hopkins acerca del
mejor modo de preparar el café, pero no recordaba cuál
había sido su punto de vista en aquella ocasión.
Resolvió hacerlo hervir, método que empleaba Hopkins.
Otras veces habían discutido mil cosas juntos. Mientras
esperaba que hirviera el café abrió una latita de
damascos. Le gustaba esta tarea. Vació el contenido en
una taza de hojalata y bebió el jugo, al principio con
cuidado, para no derramarlo, y luego meditativamente
mien-tras chupaba la fruta. Estaban mejor que al
natural.
La tapa se levantó al hervir el líquido, y café y poso
se derramaron por el borde de la cafetera hasta que Nick
la sacó de la parrilla. Era un triunfo para Hopkins.
Puso azúcar en la taza vacía y echó un poco de café para
enfriarlo. Estaba tan caliente que tuvo que coger el asa
del recipiente con su sombrero. Dejaría que se hiciese
la infusión en la taza, como lo hacía Hopkins. A la
memoria de Hopkins, que era un bebedor de café muy
serio. Era el hombre más serio que Nick había conocido
en su vida. No triste, sino serio. Hacía mucho tiempo.
Hopkins hablaba sin mover los labios. Era jugador de
polo y había ganado millones de dólares en Texas. Cuando
se disponía a ir a Chicago en un coche prestado, recibió
la noticia del descubrimiento de petróleo en sus
tierras. Podía haber telegrafiado pidiendo dinero, pero
hubiera tardado mucho. A su mujer la llamaban la Venus
rubia. A él no le importaba porque no era, en realidad,
su verdadera mujer. A veces decía confidencialmente que
ninguno de ellos podría reírse de su mujer. Tenía razón.
Hopkins se fue al recibir el telegrama, que tardó ocho
días en llegar. Estaban en Black River. Entregó a Nick
su pistola automática «Colt», de calibre 22, y la cámara
fotográfica a Bill, para que los conservaran como
recuerdos eternos. Convinieron en ir a pescar juntos el
verano siguiente. Hop compraría un yate y efectuarían un
crucero a lo largo de la costa septentrional del lago
Superior. Estaba muy excitado, pero conservó su
seriedad. Se despidieron con tristeza y el viaje quedó
en nada, pues nunca volvieron a ver a Hopkins. Eso había
ocurrido hacía mucho tiempo en el Black River.
Nick terminó de tomar el café al estilo de Hopkins.
Estaba amargo. Se echó a reír al pensar en el final del
cuento. Su mente empezaba a trabajar. Estaba
terriblemente cansado. Tiró el café y el poso en el
fuego. Después encendió un cigarrillo y entró en la
tienda. Se sentó en la cama, quitándose los zapatos y el
pantalón, e hizo con ellos un bulto que le ser-viría de
almohada. Luego se acostó.
Desde el lecho veía el resplandor del fuego cuando
soplaba el viento nocturno. Era una noche tranquila. En
el pantano reinaba una calma perfecta. Nick se estiró
cómodamente, pero un mosquito empezó a zumbar junto a su
oreja. Se sentó, encendiendo un fósforo. El insecto
estaba en la lona, sobre su cabeza. Nick le acercó el
fósforo y oyó el silbido expiatorio del mosquito hasta
que la cerilla se apagó. Volvió a acostarse, sintiendo
la proximidad del sueño. Iba a ser un sueño muy
profundo. Se acurrucó bajo la manta y se durmió.
Capítulo - II
Cuando se despertó ya había salido el sol y la tienda
empezaba a calentarse. Nick se arrastró bajo el
mosquitero desplegado de la entrada y al tocar la hierba
advirtió que estaba mojada. Llevaba el pantalón y los
zapatos en las manos. Vio el sol que se asomaba sobre la
colina, la pradera, el río y los abedules del pantano de
la otra orilla.
Más o menos a doscientas yardas río abajo, había tres
troncos atravesados en la veloz corriente. El agua era
mansa en aquel lugar. Un visón cruzó por el puente de
troncos y se introdujo en el pantano. El madrugón y el
río excitaron a Nick. Como tenía mucha prisa para
desayunar, encendió una pequeña fogata y puso la
cafetera.
Mientras el agua se calentaba en la vasija tomó una
botella y bajó a la pradera húmeda por el rocío con
objeto de conseguir saltamontes para cebo antes de que
el sol secara la hierba. Encontró muchos en los tallos,
y a veces adheridos al pasto, fríos y mojados por el
rocío. No podrían moverse hasta que los rayos solares
los desentumecieran. Nick eligió los de tamaño mediano,
poniéndolos en la botella. Al levantar un tronco dejó al
descubierto centenares de saltamontes, puesto que aquél
era su nido. Entonces recogió alrededor de cincuenta.
Entretanto, los otros empezaron a saltar, reanimados por
el calor del sol. Al principio efectuaban un corto vuelo
y se quedaban tiesos, como muertos. Después recobraban
toda su agilidad.
Sabía que si tomaba primero el desayuno aquello iba a
costarle mucho trabajo. Si no hay rocío, se necesita un
día entero para llenar una botella de saltamontes, y en
su mayoría mueren aplastados cuando se los caza con el
sombrero. Se lavó las manos en el río y regresó a la
tienda. En la botella caliente por el sol los
saltamontes se agitaban en masa tratando de salir. Usó
como corcho un pedazo de pino que impedía la fuga de los
bichos, pero dejaba pasar el aire suficiente.
Volvió a poner el tronco en su lugar, sabiendo que allí
conseguiría saltamontes todas las mañanas.
Al llegar dejó la botella junto a un pino. Después
mezcló una taza de harina de trigo con otra de agua,
echó un puñado de café en la cafetera y puso un poco de
grasa en la sartén caliente y agregó la pasta, que
parecía lava al desparramarse sobre la grasa
chisporroteante. La torta de trigo comenzó a endurecerse
en los bordes, hasta que se tostó y la superficie se
hizo esponjosa al hervir. Introdujo una astilla larga
bajo la masa y sacudió el recipiente. «Voy a darle la
vuelta», pensó. Deslizó la madera hasta abarcar toda la
parte inferior y la volcó hacia el otro lado de la
sartén. La grasa chisporreteó más aún.
Cuando estuvo cocida, Nick echó otro poco de grasa y
preparó dos tortas más con el resto de la pasta, una
grande y otra pequeña, co-miéndolas con puré de
manzanas. Puso puré en la que quedaba, la dobló y la
guardó en el bolsillo de la camisa después de envolverla
en papel impermeable. Colocó el tarro de manzanas en la
mochila y cortó pan para dos sándwiches.
Partiéndola en dos y pelando la cebolla grande que había
encontrado en la mochila, dividió en rebanadas una de
las mitades e hizo varios sándwiches. Después de
envolverlos en papel impermeable y guardarlos en el otro
bolsillo de su camisa color caqui, colocó la sartén
encima de la parrilla, tomó el café con azúcar,
amarillento a causa de la leche condensada, y empezó a
limpiar su bonito campamento.
Sacó de la caja de cuero la caña de pescar con moscas
artificiales, la ensambló y guardó la caja en la tienda.
Colocó el carrete y pasó el sedal por las correderas,
sosteniéndolo con las dos manos para que no cayera por
su propio peso, ya que se trataba de la línea doble que
Nick había comprado por ocho dólares mucho tiempo atrás.
La habían construido así con objeto de que atravesase el
aire como una plomada. Abrió la caja de aluminio que
contenía los sedales húmedos entre las almohadillas de
franela que se le habían mojado en la cuba de
refrigeración del tren, en Saint Ignace. Los sedales de
tripa se habían ablandado. Desenrolló uno y lo ató,
haciendo un nudo en la punta de la pesada línea. En el
extremo del sedal enganchó un pequeño anzuelo con
resorte.
Se sentó con la caña entre las rodillas. Probó el nudo y
el resorte, tirando bien del sedal hasta quedar
satisfecho. Tuvo cuidado de que el anzuelo no se le
clavara en el dedo. Luego bajó rumbo al río.
La botella llena de saltamontes le colgaba del cuello
atada por una correa. La red estaba cogida al cinturón
por medio de un anzuelo. En los hombros llevaba una
larga bolsa de harina cerrada con nudos en forma de
orejas que le golpeaba las piernas al caminar.
Era muy feliz, ya que se sentía todo un profesional con
su equipo a cuestas. La botella oscilaba en su pecho al
chocar con los bolsillos abultados por la comida y los
cebos artificiales.
Al entrar en el río notó una sensación de frío. El
pantalón se pegaba a sus piernas y los zapatos tocaron
los guijarros del fondo. El agua le provocaba una
creciente sensación de frío.
En aquel sitio le llegaba hasta los tobillos. Vadeó la
veloz corriente que formaba remolinos junto a sus
piernas, mientras los zapatos se escurrían en la grava,
e inclinó la botella para sacar uno de los saltamontes.
El primer insecto dio un salto en el cuello de la
botella y cayó al agua. Fue absorbido por el remolino
que había provocado la pierna derecha de Nick y
reapareció en la superficie un poco más allá, nadando
con rapidez, a pequeños saltos. De repente, desapareció
en un tumultuoso círculo. Una trucha lo había cazado.
Otro saltamontes asomó la cabeza, moviendo las antenas.
Trataba de sacar las patas delanteras para dar el salto.
Nick lo cogió por la cabeza y lo enganchó en el delgado
anzuelo, atravesándole el tórax y los últimos anillos
del abdomen. El insecto apretó el anzuelo con las patas
delanteras, escupiéndole jugo de tabaco. El pescador lo
arrojó al agua.
Mientras sostenía la caña con la mano derecha, con la
izquierda apartó el carrete y dejó que el sedal se
desenrollara libremente. Contempló al saltamontes entre
las pequeñas olas de la corriente hasta que los perdió
de vista.
Sintió un tirón en la línea y la recogió. Era el primer
pez que picaba. La caña se sacudía con violencia. Al
agarrar el sedal con la mano izquierda se dio cuenta de
que era una trucha pequeña. Levantó la caña en el aire,
arqueándola.
Vio la trucha que agitaba cuerpo y cabeza contra la
movediza tangente que formaba el sedal en el agua.
Nick volvió a tirar de la línea y la trucha hizo sus
últimos y cansinos esfuerzos hasta que llegó a la
superficie. Su espinazo estaba jaspeado por el color de
la arenilla del fondo y los costados brillaban por los
reflejos solares. Con la caña bajo el brazo derecho,
Nick se agachó y hundió la mano en la corriente,
apoderándose de la trucha y sacando el anzuelo de su
boca. Después volvió a echarla al agua.
El pez fluctuó un instante con poca firmeza y cayó al
fondo, junto a la piedra. Nick introdujo el brazo hasta
el codo en el agua y cogió a la trucha, que finalmente
se deslizó bajo la presión de sus dedos y desapareció
proyectando su imagen en el lecho del río.
«No se hizo nada —pensó—. Estaba un poco cansada, no
más.»
Antes de tocarla se había mojado la mano para no alterar
la delicada mucosidad que las recubre. Si uno toca la
trucha con la mano seca, un hongo blanco ataca en
seguida la parte indefensa. Años atrás, cuando pescaba
en sitios frecuentados por muchos pescadores, Nick vio
muchas truchas muertas llenas de un musgo blanco,
amontonadas junto a una roca o flotando en algún charco.
Nunca le había gustado pescar con otros hombres en el
río. Si no pertenecían al mismo grupo, estropeaban la
jornada.
Siguió vadeando el río con la corriente hasta las
rodillas. Recorrió las cincuenta yardas que le separaban
del montón de troncos que atravesaban de una orilla a
otra. No volvió a poner cebo en el anzuelo. Estaba
seguro de que en los vados abundaban las truchas
pequeñas, pero no tenía ningún interés en esa clase de
pesca. Las grandes no andaban por los bajíos en esa
época.
Repentinamente, el agua fría le llegó hasta los muslos.
Estaba frente a los troncos en forma de puente. A la
izquierda, vio la parte inferior de la pradera y, a la
derecha, el pantano.
Se agachó sobre la corriente y sacó un saltamontes de la
botella, enganchándolo en el anzuelo. Después le escupió
para darse buena suerte. Recogió varias yardas de sedal
y arrojó al insecto en la veloz agua oscura. Éste flotó
rumbo a los leños, hasta que el peso de la línea hizo
descender el cebo. Nick sostenía la caña con la mano
derecha, mientras el sedal se de-senrollaba entre sus
dedos.
Esta vez hubo un tirón más violento. Se agachó mientras
la caña daba peligrosas sacudidas. Se dobló cuando el
tirante sedal empezó a salir del agua, todo en un
peligroso estirón. Cuando la corredera amenazó romperse
por el esfuerzo, Nick soltó la línea.
El carrete giró con chillido de frenada brusca, mientras
el sedal se desenrollaba a toda velocidad sin que
pudiera detenerlo, y la nota aguda aumentaba.
Trató de apretarlo con la mano izquierda, pero le
costaba mucho trabajo meter el pulgar en la rueda. Se
agachó aún más sobre la corriente que subía como hielo
hasta sus muslos, mientras le parecía que su corazón
cesaba de latir.
Cuando
consiguió hacer presión sobre el carrete, la línea se
endureció de golpe y una trucha enorme saltó del agua
más allá de los troncos. Al verla, Nick bajó la caña,
pero al mismo tiempo advirtió la tirantez demasiado
violenta. Como era lógico, el sedal se rompió. No le
quedó la menor duda al sentir que la cuerda se aflojaba.
Con la boca seca y el ánimo abatido, Nick empezó a
enrollarla. Nunca había visto una trucha tan grande. Era
algo imposible de sujetar, tan grande y voluminosa como
un salmón.
Su mano temblaba y enrollaba el sedal con lentitud. La
emoción vencía su resistencia. Se sintió vagamente
indispuesto, con ganas de sen-tarse.
El sedal se había roto por donde iba cogido el anzuelo.
Al examinarlo pensó que la trucha estaría en algún sitio
del fondo, sobre un guijarro, con el anzuelo en la boca.
Calculó que los dientes del animal podían haber cortado
el hilo de tripa del anzuelo y éste se le clavaría cada
vez más. Estaba seguro de que era una trucha brava como
todo pez de ese tamaño. ¡Qué pedazo de animal! Sólida
como una roca. Al moverse, él también se sintió igual
que una roca. ¡Por Dios! ¡Qué grande era! Nunca había
visto una trucha semejante.
Subió a la orilla y se detuvo. Se le escurría el agua
por el pantalón y los zapatos. Fue a sentarse en los
troncos, ya que no quería precipitar ninguna de sus
sensaciones.
Retorció los dedos de los pies en el agua, con los
zapatos puestos, y sacó un cigarrillo del bolsillo
superior de la camisa. Después de encenderlo, tiró el
fósforo debajo de los troncos. Instantáneamente saltó
una trucha menuda, haciéndolo desaparecer en la rápida
corriente. Nick se echó a reír.
Siguió fumando sentado en los troncos mientras se secaba
al sol. El río de grandes rocas y agua mansa doblaba
entre los árboles. A lo largo de la orilla había cedros
y abedules blancos. Los troncos, calentados por el
fuerte sol, parecían blandos y sin corteza. Poco a poco
se alejó de su espíritu la desilusión producida en forma
repentina con el estremecimiento que le hiciera doler
los hombros. Ya se había arreglado todo. La caña estaba
allí. Colocó otro anzuelo en la guía y tiró de la tripa
hasta hacer un fuerte nudo.
Puso cebo, levantó la caña y fue al otro extremo del
puente natural para penetrar por un lugar poco profundo.
Al lado vio un pozo y lo evitó caminando por el banco de
arena, cerca de la costa pantanosa, hasta que llegó al
vado del lecho.
A la izquierda, en el límite común de la pradera y los
bosques, había un olmo enorme, desarraigado por alguna
tormenta, que daba solidez a la orilla. Las raíces
estaban cubiertas de tierra. El río se cortaba al borde
del árbol. Desde su sitio, Nick veía profundos canales
como surcos formados por la corriente en el fondo, sobre
los guijarros y los cantos rodados. Al pasar junto al
olmo, el lecho era gredoso y entre los surcos de la
corriente se distinguían verdes matorrales.
Blandió la caña, inclinándola hasta que el saltamontes
se introdujo en uno de los canales y una trucha mordió
el anzuelo.
Sostuvo la caña bien cerca del árbol desenraizado, y
chapoteando en el agua luchó con la truena que saltaba
sin cesar. La caña era sacudida de un lado a otro, fuera
del peligro de los matorrales del centro del río. Por
fin logró atraer a la trucha. El pez hacía esfuerzos
desesperados y el resorte se doblaba a cada tirón,
agitándose bajo la superficie, pero lo mantenía con
firmeza. Aguas abajo, las sacudidas disminuyeron.
Condujo al animal hacia la red y levantó la caña.
La trucha quedó cogida en la red con sus plateados
flancos en las mallas. Nick le sacó el anzuelo y la dejó
caer en la larga bolsa que llevaba al hombro. Puso la
boca de la bolsa bajo la corriente y la llenó de agua.
Después la levantó, con el fondo a la altura de la
superficie, y el líquido empezó a escurrirse por los
costados. Dentro, al fondo, estaba la trucha viva.
Anduvo un trecho río abajo. La pesada bolsa se hundía en
el agua tirando de sus hombros.
Hacía calor y los calientes rayos del sol le daban en
plena nuca.
Ya tenía una buena trucha. No le importaba la cantidad,
sino la calidad de la pesca. El río se ensanchaba. A lo
largo de ambas orillas había muchos árboles. Los de la
margen izquierda proyectaban cortas sombras sobre la
corriente. Sabía que las truchas se agrupaban allí. Por
la tarde, cuando el sol cruzaba hacia las colinas, las
truchas estarían en las frescas sombras del otro lado
del río.
Las mayores preferían descansar cerca de la costa.
Recordó que siempre las pescaba así en el Black. Al
ponerse el sol, iban todas hacia el centro de la
corriente. Minutos antes de que aquello sucediera,
cuando el último resplandor se reflejaba en el agua, era
fácil encontrar grandes truchas en cualquier parte del
río. En aquel momento era imposible pescar, ya que la
superficie cegaba como un espejo bajo el sol. Aguas
arriba se podía pescar, por supuesto, pero en ríos como
el Black o como éste había que remontar contra la
corriente, y el agua era capaz de cubrirle a uno en
cualquier sitio profundo. No resultaba nada divertido
pescar río arriba con semejante corriente.
Nick pasó por allí con cuidado de evitar los pozos. Una
haya crecía tan cerca del río que las ramas tocaban el
agua. Siempre había truchas en lugares como aquel.
Pero no tenía ningún interés en pescar allí, porque
estaba seguro de que iba a engancharse en las ramas.
Sin embargo, el pozo parecía profundo. Arrojó el
saltamontes de modo que la corriente lo llevase bajo la
superficie, evitando la rama que colgaba. La línea se
sacudió y Nick dio el tirón. La trucha se agitaba entre
hojas y ramas, medio fuera del agua. El sedal se había
enganchado. Tiró fuerte hasta que la trucha salió.
Recogió la cuerda y se alejó de aquel sitio llevando el
anzuelo en la mano.
Más allá, cerca de la orilla izquierda, vio un enorme
tronco hueco. La corriente entraba mansamente por las
aberturas, arremolinándose por los lados. Era un lugar
más profundo. La parte superior estaba seca, cubierta
parcialmente por la sombra.
Al sacar el corcho de la botella advirtió que un
saltamontes se había adherido al mismo. Entonces lo
enganchó en el anzuelo y lo tiró al agua, extendiendo la
caña todo lo que pudo para que el cebo llegara hasta el
tronco. La bajó un poco e hizo que el insecto flotara en
el hueco. Al sentir una fuerte sacudida dobló la caña en
dirección contraria. De no ser por los violentos
tirones, se hubiese dicho que el anzuelo se había
enganchado en el tronco.
Después de arduos esfuerzos logró sacar la pesada
trucha.
Como el sedal se aflojara de golpe, Nick pensó que el
pez se habría escapado. En aquel momento lo vio muy
cerca, sacudiendo la cabeza con desesperación, luchando
con el fuerte anzuelo en la veloz corriente.
Sujetando la línea con la mano izquierda, levantó la
caña hasta poner tirante el sedal. Se proponía llevar a
la trucha hacia la red, pero el pez se perdió de vista.
Nick luchó también con la corriente, dejándolo removerse
contra el resorte. Después de pasar la caña a la mano
izquierda condujo la trucha río arriba, aguantando su
peso, y finalmente la colocó en la red, mientras el agua
se escurría entre las mallas. Por último le sacó el
anzuelo y la guardó en la bolsa.
Contempló un instante las dos truchas vivas en el fondo.
Vadeó la zona profunda y llegó al tronco hueco. Se quitó
la bolsa por encima de la cabeza y las truchas se
agitaron hasta que volvió a hundir la bolsa en el agua.
Luego dejó la caña en el tronco y fue al extremo
cubierto por la sombra. Sacó los sándwiches que se había
metido en el bolsillo y los sumergió en el agua fría. La
corriente se llevó trozos de miga. Después de comerlos
sintió sed y llenó el sombrero de agua para beber,
aunque la mayor parte se le derramó.
Hacía fresco en aquel sitio. Sacó otro cigarrillo y
encendió un fósforo, haciendo un pequeño surco al raspar
la madera gris. Mientras fumaba observó el río, que más
allá se estrechaba y se convertía en una ciénaga sólida
por los cedros de troncos casi pegados y ramas
entrelazadas. Era imposible andar por aquel pantano. Las
ramas estaban muy bajas y para moverse había que
acostarse o poco menos. «Debe de ser por eso que los
animales que viven en los pantanos están hechos así»,
pensó.
Deseaba tener algo para leer, pero no se había llevado
nada. Tenía más ganas de leer que de seguir rumbo a la
ciénaga. Vio un gran cedro inclinado casi hasta la
superficie del río. Más allá se extendía la zona
pantanosa.
Todavía no quería ir. Le disgustaba aquella forma de
vadear el río con el agua hasta las axilas y la pesca de
truchas grandes en donde resultaba imposible sacarlas.
Las orillas del cenagal estaban desnudas. Los cedros se
unían por encima y sólo en algunos trechos dejaban pasar
el sol. La pesca debía ser trágica allí, a media luz, en
el agua veloz y el profundo lecho. Pescar en el pantano
era una aventura terrible que momentáneamente pensaba
evitar.
Abrió la navaja y la clavó en el tronco. Sacó una de las
truchas agarrándola de la cola y la golpeó con violencia
en la madera. Le costó sujetarla, porque al agitarse
amenazaba escurrírsele de la mano. Al final, quedó
rígida. Nick la puso a la sombra y rompió el cuello del
otro pescado en la misma forma. Eran unas truchas muy
buenas.
Las limpió, cortándolas desde el ano hasta la punta de
la mandíbula. Agallas, entrañas y lengua salieron
juntas. Las dos eran machos. Arrojó los despojos hacia
la orilla para que sirviesen de alimento a los visones.
Después terminó de limpiarlas en el río. Al ponerlas en
el agua le pareció que revivían, pues todavía
conservaban el color. Se lavó las manos y las puso a
secar en el tronco. Guardó los peces en la bolsa,
haciendo un paquete y lo envolvió todo en la red. La
navaja estaba clavada en el tronco. Se la puso de nuevo
en el bolsillo, después de limpiarla frotándola en la
madera.
Se detuvo un instante con la caña en una mano y la red
colgando en la otra. Por último se introdujo en el agua
y chapoteó hacia la costa. Subió a la orilla y regresó
al campamento por el bosque. Al volverse vio el río a
través de los árboles. Faltaban muchos días para que se
decidiera a ir a pescar en el pantano.
¡¡ Buena pesca y líneas tensas y apretadas para
todos !!
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